El peón del alfil negro avanza
hasta la casilla c4. Apertura Inglesa. Comienza la partida de ajedrez, esos
movimientos sucesivos, ese mundo o vida que se desarrolla a lo largo y ancho de 64 casillas, 32 blancas y 32 negras. No hay casillas grises en el
ajedrez, ni ponderaciones posibles, ni medias tintas. Un juego de extremos. O
blanco o negro. La apertura inglesa como muestra de la escuela hipermoderna de
ajedrez, por otra parte: dominar el centro sin estar en el centro, un dominio a
distancia, unos alfiles dominando las grandes diagonales –alfiles en
fianchetto–. Las grandes diagonales del tablero, esas avenidas saturadas de
piezas en ocasiones; y despobladas en los ocasos de las partidas, en las noches
o finales. Los alfiles como la amenaza lejana de un misil, teniendo el centro
del tablero radiografiado en su punto de mira. El ajedrez hipermoderno o la
guerra moderna y balística. Una guerra fría sobre el calor de un tablero de
madera que empieza a arder tras los primeros movimientos. Una guerra de
artillerías lejanas en la que ya no hay el cuerpo a cuerpo. Es un acercarse y
no llegar, el hipermodernismo. Con el movimiento del peón a c4, éste se acerca
al centro, pero no llega del todo. Puede dominarse el centro sin tener que
estar necesariamente en el mismo centro; sin estar presente con una legión de
peones, como esa falange griega (prietas las filas) que fue barrida por la
historia. (Era un objetivo demasiado evidente para la posterior artillería.) Puede
ejercerse presión sobre el centro con alfiles y también con caballos. Los peones en el puro centro, por otra
parte, son concebidos en ocasiones por los hipermodernistas como un obstáculo. Los
peones pueden llegar a estorbar –ellos sin saberlo, sin saber dónde ponerse o
esconderse– el desarrollo y la marcha del resto de las piezas. Hay que
introducir transparencia en el tablero, transparencia entre las piezas, aire
para que respiren, circulen y vayan. Hipermodernismo.
La escuela hipermoderna, aquélla
que fuera fundada por Nimzowitsch, por
Reti, por aquéllos dos y por Tartakower, que se sumó luego, de hecho –un
respeto a los pioneros del instante cero de las fundaciones–; todos ellos brillantes
cerebros de la hipermodernidad. La hipermodernidad colándose entre las piezas
blancas y negras. Los hipermodernistas brillaban con su juego de ajedrez, pero
no ganaban un campeonato del mundo. No se sabe bien qué pasaba con ese azar de
piezas blancas y negras en las más altas cumbres. Ningún hipermodernista en la
cima hasta que llegó el ruso-francés Alexander Alekhine, que sin ser un purista
del hipermodernismo sí se adhirió a algunos de esos postulados “neorrománticos”, como él los llamaba.
A Alexander Alekhine le
sorprendió la revolución rusa en casa. Dominaba varios idiomas, así que pudo
buscarse el sustento en algún comisariado del pueblo, un empleo en el
torbellino revolucionario. Pero en Odesa le detienen y le acusan de colaborar
con la Rusia blanca, frente a la roja. Así que Alekhine acaba en prisión, donde
dicen que le visitó el mismo Trotsky. Ambos disputaron una partida de ajedrez
que ganó el que tenía que ganar. Trosky salió de la celda, derrotado. Y después
salió Alekhine, libre y favorecido por el preboste con mando en plaza (en plaza
roja). Después de su salida de prisión, y tras pasar por algún empleo casual,
Alekhine se dio un día un paseo por alguna delegación de asuntos
internacionales, donde consiguió un visado para poder jugar torneos fuera de la
Unión Soviética.
A Alekhine le gustaban las
mujeres mayores. Encontró a una periodista suiza trece años mayor que él y se
fueron a Francia. Alekhine iba contracorriente y contra las buenas maneras. Un
espíritu poco deportivo, Alekhine. Se dice que solía llevar a su gato a jugar
el campeonato del mundo contra Euwe. El gato se paseaba por el tablero del
rival, que tenía alergia a los gatos, por supuesto. Alekhine sabía del asunto
de la alergia, pero Euwe le perdonaba porque era un caballero y porque el gato demostraba
un interés inusitado por el desarrollo de las piezas de ajedrez. El gato
siempre se olía la mejor jugada.
Alekhine fue campeón del
mundo durante casi dos décadas, entre 1.921, cuando derrotó al campeón cubano
Capablanca y el año 1.946, cuando murió. Entre medio, un paréntesis breve de
dos años en el que Euwe, pese al gato, consiguió el campeonato del mundo.
Alekhine había jugado varias partidas en la Alemania nacionalsocialista, había
escrito algo sobre la influencia semítica y perniciosa en el ajedrez, sobre sus
tendencias defensivas; así que los vencedores británicos (quien paga manda),
terminada la contienda no le invitaron a disputar el campeonato del mundo.
Había cinco ajedrecistas, pero él no estaba. Alekhine, que pasó sus últimos
años entre España y Portugal, recibe la carta del ajedrecista ruso Mijaíl Botvínnik,
que había sido el mejor de los cinco y era el campeón oficial. Botvínnik le
dice que aún le considera como el mejor del mundo; y le reta a comprobarlo en la
misma Rusia. Alekhine no había vuelto nunca a su país... Alekhine se prepara, se
ilusiona, pero no llega. Muere como campeón de ajedrez en la habitación de un
hotel de Estoril. Muere como un campeón. Muere o vive para la eternidad del
ajedrez.