sábado, 31 de octubre de 2015

Capítulo 3 :: El hipermodernismo de c4

El peón del alfil negro avanza hasta la casilla c4. Apertura Inglesa. Comienza la partida de ajedrez, esos movimientos sucesivos, ese mundo o vida que se desarrolla a lo largo y ancho de 64 casillas, 32 blancas y 32 negras. No hay casillas grises en el ajedrez, ni ponderaciones posibles, ni medias tintas. Un juego de extremos. O blanco o negro. La apertura inglesa como muestra de la escuela hipermoderna de ajedrez, por otra parte: dominar el centro sin estar en el centro, un dominio a distancia, unos alfiles dominando las grandes diagonales –alfiles en fianchetto–. Las grandes diagonales del tablero, esas avenidas saturadas de piezas en ocasiones; y despobladas en los ocasos de las partidas, en las noches o finales. Los alfiles como la amenaza lejana de un misil, teniendo el centro del tablero radiografiado en su punto de mira. El ajedrez hipermoderno o la guerra moderna y balística. Una guerra fría sobre el calor de un tablero de madera que empieza a arder tras los primeros movimientos. Una guerra de artillerías lejanas en la que ya no hay el cuerpo a cuerpo. Es un acercarse y no llegar, el hipermodernismo. Con el movimiento del peón a c4, éste se acerca al centro, pero no llega del todo. Puede dominarse el centro sin tener que estar necesariamente en el mismo centro; sin estar presente con una legión de peones, como esa falange griega (prietas las filas) que fue barrida por la historia. (Era un objetivo demasiado evidente para la posterior artillería.) Puede ejercerse presión sobre el centro con alfiles y también con caballos. Los peones en el puro centro, por otra parte, son concebidos en ocasiones por los hipermodernistas como un obstáculo. Los peones pueden llegar a estorbar –ellos sin saberlo, sin saber dónde ponerse o esconderse– el desarrollo y la marcha del resto de las piezas. Hay que introducir transparencia en el tablero, transparencia entre las piezas, aire para que respiren, circulen y vayan. Hipermodernismo.

La escuela hipermoderna, aquélla que fuera fundada por Nimzowitsch, por Reti, por aquéllos dos y por Tartakower, que se sumó luego, de hecho –un respeto a los pioneros del instante cero de las fundaciones–; todos ellos brillantes cerebros de la hipermodernidad. La hipermodernidad colándose entre las piezas blancas y negras. Los hipermodernistas brillaban con su juego de ajedrez, pero no ganaban un campeonato del mundo. No se sabe bien qué pasaba con ese azar de piezas blancas y negras en las más altas cumbres. Ningún hipermodernista en la cima hasta que llegó el ruso-francés Alexander Alekhine, que sin ser un purista del hipermodernismo sí se adhirió a algunos de esos postulados  “neorrománticos”, como él los llamaba.  

A Alexander Alekhine le sorprendió la revolución rusa en casa. Dominaba varios idiomas, así que pudo buscarse el sustento en algún comisariado del pueblo, un empleo en el torbellino revolucionario. Pero en Odesa le detienen y le acusan de colaborar con la Rusia blanca, frente a la roja. Así que Alekhine acaba en prisión, donde dicen que le visitó el mismo Trotsky. Ambos disputaron una partida de ajedrez que ganó el que tenía que ganar. Trosky salió de la celda, derrotado. Y después salió Alekhine, libre y favorecido por el preboste con mando en plaza (en plaza roja). Después de su salida de prisión, y tras pasar por algún empleo casual, Alekhine se dio un día un paseo por alguna delegación de asuntos internacionales, donde consiguió un visado para poder jugar torneos fuera de la Unión Soviética.

A Alekhine le gustaban las mujeres mayores. Encontró a una periodista suiza trece años mayor que él y se fueron a Francia. Alekhine iba contracorriente y contra las buenas maneras. Un espíritu poco deportivo, Alekhine. Se dice que solía llevar a su gato a jugar el campeonato del mundo contra Euwe. El gato se paseaba por el tablero del rival, que tenía alergia a los gatos, por supuesto. Alekhine sabía del asunto de la alergia, pero Euwe le perdonaba porque era un caballero y porque el gato demostraba un interés inusitado por el desarrollo de las piezas de ajedrez. El gato siempre se olía la mejor jugada.
Alekhine fue campeón del mundo durante casi dos décadas, entre 1.921, cuando derrotó al campeón cubano Capablanca y el año 1.946, cuando murió. Entre medio, un paréntesis breve de dos años en el que Euwe, pese al gato, consiguió el campeonato del mundo. Alekhine había jugado varias partidas en la Alemania nacionalsocialista, había escrito algo sobre la influencia semítica y perniciosa en el ajedrez, sobre sus tendencias defensivas; así que los vencedores británicos (quien paga manda), terminada la contienda no le invitaron a disputar el campeonato del mundo. Había cinco ajedrecistas, pero él no estaba. Alekhine, que pasó sus últimos años entre España y Portugal, recibe la carta del ajedrecista ruso Mijaíl Botvínnik, que había sido el mejor de los cinco y era el campeón oficial. Botvínnik le dice que aún le considera como el mejor del mundo; y le reta a comprobarlo en la misma Rusia. Alekhine no había vuelto nunca a su país... Alekhine se prepara, se ilusiona, pero no llega. Muere como campeón de ajedrez en la habitación de un hotel de Estoril. Muere como un campeón. Muere o vive para la eternidad del ajedrez.  

viernes, 30 de octubre de 2015

Capítulo 2 :: Hacia los Urales

1942. Leningrado. Hay que evacuar la ciudad. Las tropas alemanas traen su guerra relámpago a través de toda la madre Rusia. Y el padrecito Stalin tira de fondo de armario, o de fondo de país, para huir más rápido de lo que avanza el enemigo. Queda toda Siberia si hace falta para no hacer frente a la blitzkrieg.
Los niños tienen que salir de la ciudad para mantenerse a salvo. Hay que sacarlos.Mil quinientos kilómetros hacia el este parece distancia suficiente para su seguridad. Los padres se quedan para defender la ciudad. Lo quieran o no. Con las fuerzas y las armas que sean. Sus hijos se lo agradecerán el día de mañana. Los hijos acabarán en la provincia de Kírov, en los Urales. Un hogar para niños durante los próximos cuatro años. Una especie de orfanato preventivo. Todos subidos al tren, que vamos a salir. Empieza la excursión de cuatro años. A la vuelta os recogerán vuestros padres. No hace falta llevarse la merienda.
El tren está frío de distancia y soledad adivinada. El futuro son los Urales sin papá ni mamá. 
Un niño sube con su hermano y su hermana. El niño lleva como un tupé encima de la cabeza. Va peinado adecuadamente. Y también lleva un hermano en cada mano. Él y ella. Los niños observan cómo los grandes lagos azules se van alejando. En la distancia hay un horizonte de montañas grises, como de otro planeta. Como de Urano. Los niños observan los grandes bosques que cubren gran parte de la distancia entre los lagos azules y las montañas grises. Los bosques no se acaban. Ni sus sombras tampoco. Como de Urano.
El niño del tupé observa cómo dos de los cuidadores que van con ellos en el mismo vagón, matando el tiempo como pueden, sacan un pequeño tablero de cuadros negros y blancos. Sacan unas figuritas. Van tendidos en el suelo, los hombres. Ojo con las figuritas. Los vaivenes del tren, ya se sabe. 
--Has visto, Boris?
Boris Spassky dice que sí a uno de sus hermanos. Lo ha visto. Ha visto el tablero de ajedrez y las figuritas blancas y negras. Se va fijando durante los muchos kilómetros que tiene por delante. Mil quinientos kilómetros dan para fijarse mucho.

jueves, 29 de octubre de 2015

Capítulo 1 :: Apertura

Un manto de nieve cubriendo la blanca Manhattan. Nieve sobre nieve que alcanza y desborda la isla dólar. Nieve sobre nieve, doble blancura, en el barrio del Bronx y en la lejana Staten Island. Blanca la estatua de la libertad saludando la desembocadura del Hudson; blanca Long Island y blancos sus distritos, Brooklyn y Queens, los dos barrios unidos por puentes metálicos a la isla dólar. Blanco el país entero en el invierno del 56. Blanco e inocente. 
La guerra fría está asentada en los USA. El invierno --del año 56 o del año que sea-- contribuye a darle frescor a la guerra fría. Es el invierno de una guerra nuclear congelada, en su instante cero. El invierno, ese momento en que se detienen las campañas militares de toda la historia. El invierno como el espacio de paz blanca entre dos veranos, cuando se desatan las tormentas y las guerras.
El invierno en un apartamento de Brooklyn. Las ayudas sociales contribuyen malamente a sostener ese hogar amagado entre dos callejuelas, oscuro pese a la blancura de las calles que lo rodean. Hay desorden en el apartamento. Desorden de libros, de camas y sábanas, de cojines y sofás. Hay sillones a punto del destripamiento. Hay muelles ocultos todavía. Cucarachas que recorren de un lado a otro la estancia. Y aparte de la vida animal mencionada, hay muestras de vida humana en el hogar, hay habitantes del caos. Hay un niño y una niña, ambos en la frontera superada de la adolescencia. Y hay libros de ajedrez en los sillones destripados. Bobby Fischer, con jersey de lana de cuello largo, intenta sobrellevar ese invierno. Su hermana hace lo mismo. Mamá hace dos días que no aparece por casa. Ha ido a protestar por la guerra de Vietnam que aún no ha empezado.