sábado, 28 de noviembre de 2015

Capítulo 9 :: Las 64 celdas del futuro

Bobby Fischer tuvo una compañera de colegio llamada Barbra Streisand. Años después, ella declararía haber sido una buena amiga de Bobby durante esos años escolares. Cuando se lo preguntaron a él, dijo: "Ni siquiera la recuerdo". Bobby se había olvidado de la nariz de Barbra y de toda ella. Bobby pasó solitario e individualísimo por encima de los años escolares. Sólo tenía ojos para las bellas piezas de ajedrez. Las rubias y las morenas. 

Bobby empezaba a participar en torneos y a ganarlos. Era un adolescente prodigio que derribaba con su lanza a los veteranísimos del tablero. Los retiraba a todos, los dejaba en un mar de torres derruidas, los envolvía en una maraña o línea insuperable de peones, les clavaba el alfil negro o el blanco en el corazón. Les hacía una imprevista combinación de piezas, sacrificando inicialmente una pieza menor suya en el altar azteca donde siempre acababan los incrédulos de la religión del Gran Escaque. El rey enemigo aparecería degollado en una esquina oscura del tablero. 

Bobby preveía con facilidad los siguientes mejores  movimientos de la partida. Tenía esa inteligencia olfativa. Preveía los movimientos antes de que alguna de las manos del rival empezara a desarrollarlos por sí misma. Bobby plantaba el árbol de decisiones en su cabeza y empezaba a moverse por todas las ramas para comprobar cuál era la más sólida. Bobby preveía, con varios movimientos de anticipación, por cuáles de las 64 celdas del tablero iba a desarrollarse el futuro. Bobby forjaba el destino tomando las mejores decisiones. El destino no era nada más que eso: el conjunto o sucesión de las mejores decisiones. ¿Cómo mover las piezas o los hilos del futuro? ¿Cómo hacerlo en una partida en la que el rival se creyera libre y seguro? Libre para equivocarse y para perder. No había libertad en la victoria. 

domingo, 22 de noviembre de 2015

Capítulo 8 :: Balas de sílex sobre Leningrado

Unos años después, la marea alemana sobre Rusia estaba en retirada, dejando restos de naufragios y de guerras. Del blitzkrieg a la retirada en desorden. Cruces de hierro y hojas de roble caídas sobre uniformes nacionalsocialistas. Carnes abiertas en las cunetas y las praderas, completamente ajenas a la vida. (La vida zumbaba o se movía a su alrededor, en el mejor de los casos). Metales de vehículos fuera de sus formas, tan acabadas y antiguamente eficaces. Surcos de proyectiles sobre el terreno. Aldeas de maderas ardidas hasta el carbón original. Había quedado un terreno yermo en Rusia, salino y blanco después del mar alemán en retirada. Todo estaba fuera de su lugar habitual y de su orden. La corriente de la guerra había arrastrado un mundo. Motores fuera de su rotación. Un mundo descarrilado. 

Boris Spassky regresaba de la orfandad lejana de la provincia de Kírov, en los Urales. Boris observaba la desolada y heladora ciudad de Leningrado. Su visión estaba más fría que la ciudad misma. Boris recordaba una infancia allí. Una infancia de repente lejana. La ciudad había resistido un cerco de fuego durante tres inviernos. Hubo hambre y hubo que abastecerse a través de tormentas de nieve, a lo largo de lagos helados. Hubo el renacer del canibalismo en una época de guerra paleolítica. Las balas de sílex mataban por igual, sin embargo. Hubo y aún había metales incrustados en cuerpos vaciados por el hambre. Edificios sin ventanas que ofrecer a un invierno. Puentes hundidos en las aguas atormentadas y rojas del río Neva.

Boris Spassky y sus hermanos habían llegado al antiguo edificio familiar. El edificio ya no estaba en pie. Por cierto, Boris, le dijo un vecino, vuestros padres se han separado. El edificio familiar había sucumbido en el naufragio de balas perdidas de una guerra. Más de una bala había acabado con él. Ahora ponte y busca al padre y a la madre por separado, Boris, y quédate contento si ambos están vivos. Aunque cada uno por su lado. Dos piernas por aquí, dos piernas por allá.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Capítulo 7 :: Esas viejas glorias del ajedrez, o Tartakower

Caballo a f3. Salta el caballo blanco por encima de su fila de peones, quienes, al inicio de la partida, todavía son legión. Ninguno de los ocho peones ha sido diezmado. Los peones observan cómo salta por encima de ellos al caballo, que de esta forma se les adelanta y aproxima al centro del tablero. El caballo atisba el centro, lo avizora de reojo. Ojo hirsuto de caballo saltador. Caballo a f3 como una de las variantes principales de la apertura inglesa que vamos viendo. La apertura inglesa o el hipermodernismo ajedrecístico en el que destacaba un ruso-judío-polaco, Savielly Tartakower.

Tartakower nació a orillas del río Don, en el sur de todas las rusias. El Don apacible siempre acaba desembocando en el mismo mar, el mar de Azov, ese apéndice deducido del mar Negro. Junto al Don, pues, nació don Tartakower, en la antigua región de Khazaria o Jazaria, ese reino judío que se estableció en el límite de la Europa oriental durante la alta edad media. Los jázaros fueron un pueblo de lengua y raza turca. Los jázaros se convirtieron al judaísmo más por interés que por fe. Convirtiéndose al judaísmo se mantenían neutrales en la guerra entre Bizanzio y el islam. Así que desde el interés, o el espíritu de superviviencia, llegaron al judaísmo. De Jazaria provienen los actuales azkenazíes que constituyen las cuatro quintas partes de todos los judíos del mundo. Y entre ellos, Savielly Tartakower.

No eran buenos tiempos, ni tranquilos, los finales del siglo diecinueve para vivir en Rusia. Así que antes de que doblara el siglo, en 1.899, la familia de Savielly (o Xavier) se trasladó al corazón del imperio austrohúngaro. En Viena conoció los tableros o profundizó en ellos. Se mezclaba en los cafés con ajedrecistas austrohúngaros. Ganaba a casi todos menos a Richard Réti.

Hubo la guerra mundial y la convocatoria a filas. Y hubo, tras la guerra, el exilio a París.

Polonia acababa de constituirse en Estado independiente. Y la familia de Tartakower era de origen ruso-judío-polaco. Así que Polonia, deseante de figuras y renombres, nombró a Savielly embajador honorífico. Savielly se dejaba querer. Después de tantas emigraciones se echaban de menos unas ciertas raíces.

En 1.924 publicó "El juego de ajedrez hipermoderno". Durante los cien años siguientes (o casi) se lo reeditaron cien veces. Tartakower, el ruso-judío-polaco, era culto, agudo e ingenioso. Cuando perdió con el cubano Capablanca, éste le reprochó: “A usted le falta solidez”; a lo que Savielly respondió: “Ésa es mi virtud salvadora”. Igualmente decía que “un peón aislado dispersa tristeza por todo el tablero”, o que “los desatinos están ahí en el tablero, listos para ser cometidos”, o “el ganador de la partida es el jugador que comete el penúltimo error”, o finalmente,  “táctica es saber qué hacer cuando hay algo para hacer; estrategia es saber qué hacer cuando no hay nada para hacer”. En fin, Tartakower o la vida.

Tartakower ganó torneos internacionales de ajedrez. Venció en el cuadrilátero blanquinegro a Nimzovitsch, Bogoliúbov o Akiba Rubinstein. Luego participó en olimpiadas, en una de las cuales estaba, en 1.939, en Argentina, cuando empezó la segunda guerra mundial. Tartakower cruzó el Atlántico y se unió a las tropas del general De Gaulle. Tartakower combatía en los tableros y fuera de ellos también. Tartakower en el tablero del campo de batalla, donde, en la guerra motorizada que se venía desarrollando en Europa, ya quedaban pocos caballos que mover. 

sábado, 7 de noviembre de 2015

Capítulo 6 :: El club de Brooklyn

La madre de Bobby Fischer, Regina, estaba preocupada. Desde que la hermana mayor, Joan, había comprado a su hermano menor, Bobby, un tablero de ajedrez en la tienda de debajo de casa, el chico no había dejado de obsesionarse con el tablero y las figuritas. Cuando le preguntaban, el chico no contestaba. Iba de un libro de ajedrez a otro, pasando la mirada por encima del tablero; nunca por encima del interlocutor o interpelador. La madre de Bobby había consultado a un psicólogo. Hay peores obsesiones, dijo el doctorado. Así que Regina empezó a relajarse.

Los chicos se entretenían con el juego durante la ausencia de la madre. Cuando la madre volvía, la hermana dejaba de jugar. No se sabe si por hacer caso a la madre recién llegada, o porque ya estaba harta de perder contra su hermano, tres años menor que ella. 

La madre y la hermana se admiraron del talento del chico. Regina escribió a la revista The Eagle en busca de nuevo consejo. Dónde podía apuntar al chico para que pudiera jugar con alguien más, siempre solo o destrozando a su hermana en las partidas; eso no podía ser bueno. Había un club de ajedrez en Brooklyn con un presidente, Carmine Negro, que después de ver la evoluciones del portento sobre el tablero se encargaría de su formación.
Bobby Fischer iba y venía con su desgastada camisa de cuadros al club de ajedrez. Sus pantalones grises. Bobby había hecho un amigo de edad parecida, cosa extraña e inaudita, la madre estaba sorprendida e incluso contenta. Iban o venían, Bobby y su amigo, al club de ajedrez; hablando continuamente del deporte ciencia. Si el amigo se desviaba del tema, quizás por error o descuido, Bobby sacaba un pequeño tablero de ajedrez y seguía con sus composiciones particulares.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Capítulo 5 :: Peones negros a la orilla del mar

e6. El peón del rey negro avanza una casilla. Es una respuesta conservadora a la apertura inglesa planteada por las blancas. El peón negro, pues, se aleja de su rey, pero escasamente. El peón negro es tímido y teme las probables y futuras aguas turbulentas del centro del tablero. El peón negro retrasa o pospone el baño en el centro de un tablero que todavía está frío. El peón negro avanza un pie escaso, no se mueve de la sexta fila. Se siente seguro en su asiento, en la orilla del mar.

Boris Spassky se encontraba lejos de la orilla del mar Blanco. Boris estaba en la ciudad de Kírov, en la antigua provincia de Viatka, en el puro centro de la Rusia europea. Boris estaba rodeado de una guerra mundial, en la plenitud bélica de los años cuarenta. La ciudad había sido un lugar de destierro durante la época zarista; y ahora también lo era. Hace diez años que la ciudad se llamaba así, en honor de Serguéi Kírov, dirigente soviético de la primera hora que dirigió la construcción del Belomorkanal, un canal que unía el mar Blanco con el Báltico, a lo largo del río Neva, atravesando los lagos Onega y Ladoga. Un canal inútil y mortal, donde murieron decenas de miles de presos durante su construcción. Siete meses al año permanece cerrado el Belomorkanal a causa del hielo; y durante los otros cinco sólo pueden navegarlo barcos con un calado inferior a los cuatro metros. Luego no resulta muy práctico el Belomorkanal.

Kírov fue asesinado en el edificio del soviet de Leningrado. Según la versión oficial, el criminal estaba apoyado por el trío Zinoviev-Yagoda-Trotsky. Un complot, se dijo. El crimen trataba de contrarrestar el poder que empezaba a concentrar Stalin a su alrededor, pues Kírov era colaborador suyo. Sin embargo, Kírov se estaba distanciando de Stalin…, y éste fue el principal beneficiario de la muerte de aquél... Así que no está claro quién ordenó el asesinato. En todo caso, el trío cayó, uno detrás de otro --Zinoviev, Yagoda, Trotsky--, en la ola de purgas masivas ordenadas por Stalin a partir de entonces. La ola llegó hasta México, donde Trotsky había encontrado inseguro refugio.  

Boris Spassky realizaba los primeros movimientos sobre el triste tablero de ajedrez del orfanato, en medio de la oscuridad de guerras y purgas. La luz se iba y no venía. Las figuras de ajedrez, pensaba Boris, tienen una muerte de madera. 

domingo, 1 de noviembre de 2015

Capítulo 4 :: Edward Hoover, el ciempiés

El FBI o la sombra opaca y naturalmente negra de un gobierno. El FBI investiga los delitos federales (los gruesos) y acumula, mientras tanto, andante allegro, información del conjunto incauto y amorfo de los ciudadanos. El FBI buscando o creando el enemigo interior con la excusa del enemigo soviético o exterior. El FBI, ese tren que no se detiene ante los obstáculos legales que forman parte del paisaje de una nación moderna. 

John Edward Hoover lleva veinte años dirigiendo lo que el presidente Harry Truman ha calificado como una "policía privada secreta". Pero Harry, lo peor no es que la policía sea privada o sea secreta, sino el hecho devastador de que sea única o monopólica. El monopolista ofrece un servicio caro y malo, donde todo abuso es posible. Y los peores posibles, cuando no hay competencia, se convierten o traducen en las mayores probabilidades. La ley se ahorma o ahormará sin problema alguno a los oscuros comportamientos de los brazos diversos del gobierno. Edward Hoover, que lleva veinte años dirigiendo el FBI (y llevará casi otros veinte, a lo largo y ancho del futuro), tiene archivos secretos e inconfesables de los hacedores de la ley, de los congresistas de Washington, representantes o senadores, quienes, siguiendo con las palabras de Truman, "le tienen miedo". Y quien tiene miedo firma lo que sea. Luego la futura evolución de la ley no es asunto que preocupe a John Edward Hoover. El ahormamiento mencionado de la ley. La ley adaptándose (ese movimiento sinuoso) al zapato que calce John Edward Hoover en cada momento, en cada década, según sea la moda o el capricho del director de la Oficina Federal. La ley va adquiriendo la misma silueta y el mismo olor pésimo que el pie de John Edward Hoover, que ya se va colocando encima de la mesa, con sed de compañerismo del otro pie, que también está encima. 
El director de la Oficina Federal despliega un grueso archivo (son ya 900 páginas, hay que ver cómo vamos creciendo, buen trabajo, muchachos) con informaciones de Regina Wender Fischer, la mamá de un joven ajedrecista. 

sábado, 31 de octubre de 2015

Capítulo 3 :: El hipermodernismo de c4

El peón del alfil negro avanza hasta la casilla c4. Apertura Inglesa. Comienza la partida de ajedrez, esos movimientos sucesivos, ese mundo o vida que se desarrolla a lo largo y ancho de 64 casillas, 32 blancas y 32 negras. No hay casillas grises en el ajedrez, ni ponderaciones posibles, ni medias tintas. Un juego de extremos. O blanco o negro. La apertura inglesa como muestra de la escuela hipermoderna de ajedrez, por otra parte: dominar el centro sin estar en el centro, un dominio a distancia, unos alfiles dominando las grandes diagonales –alfiles en fianchetto–. Las grandes diagonales del tablero, esas avenidas saturadas de piezas en ocasiones; y despobladas en los ocasos de las partidas, en las noches o finales. Los alfiles como la amenaza lejana de un misil, teniendo el centro del tablero radiografiado en su punto de mira. El ajedrez hipermoderno o la guerra moderna y balística. Una guerra fría sobre el calor de un tablero de madera que empieza a arder tras los primeros movimientos. Una guerra de artillerías lejanas en la que ya no hay el cuerpo a cuerpo. Es un acercarse y no llegar, el hipermodernismo. Con el movimiento del peón a c4, éste se acerca al centro, pero no llega del todo. Puede dominarse el centro sin tener que estar necesariamente en el mismo centro; sin estar presente con una legión de peones, como esa falange griega (prietas las filas) que fue barrida por la historia. (Era un objetivo demasiado evidente para la posterior artillería.) Puede ejercerse presión sobre el centro con alfiles y también con caballos. Los peones en el puro centro, por otra parte, son concebidos en ocasiones por los hipermodernistas como un obstáculo. Los peones pueden llegar a estorbar –ellos sin saberlo, sin saber dónde ponerse o esconderse– el desarrollo y la marcha del resto de las piezas. Hay que introducir transparencia en el tablero, transparencia entre las piezas, aire para que respiren, circulen y vayan. Hipermodernismo.

La escuela hipermoderna, aquélla que fuera fundada por Nimzowitsch, por Reti, por aquéllos dos y por Tartakower, que se sumó luego, de hecho –un respeto a los pioneros del instante cero de las fundaciones–; todos ellos brillantes cerebros de la hipermodernidad. La hipermodernidad colándose entre las piezas blancas y negras. Los hipermodernistas brillaban con su juego de ajedrez, pero no ganaban un campeonato del mundo. No se sabe bien qué pasaba con ese azar de piezas blancas y negras en las más altas cumbres. Ningún hipermodernista en la cima hasta que llegó el ruso-francés Alexander Alekhine, que sin ser un purista del hipermodernismo sí se adhirió a algunos de esos postulados  “neorrománticos”, como él los llamaba.  

A Alexander Alekhine le sorprendió la revolución rusa en casa. Dominaba varios idiomas, así que pudo buscarse el sustento en algún comisariado del pueblo, un empleo en el torbellino revolucionario. Pero en Odesa le detienen y le acusan de colaborar con la Rusia blanca, frente a la roja. Así que Alekhine acaba en prisión, donde dicen que le visitó el mismo Trotsky. Ambos disputaron una partida de ajedrez que ganó el que tenía que ganar. Trosky salió de la celda, derrotado. Y después salió Alekhine, libre y favorecido por el preboste con mando en plaza (en plaza roja). Después de su salida de prisión, y tras pasar por algún empleo casual, Alekhine se dio un día un paseo por alguna delegación de asuntos internacionales, donde consiguió un visado para poder jugar torneos fuera de la Unión Soviética.

A Alekhine le gustaban las mujeres mayores. Encontró a una periodista suiza trece años mayor que él y se fueron a Francia. Alekhine iba contracorriente y contra las buenas maneras. Un espíritu poco deportivo, Alekhine. Se dice que solía llevar a su gato a jugar el campeonato del mundo contra Euwe. El gato se paseaba por el tablero del rival, que tenía alergia a los gatos, por supuesto. Alekhine sabía del asunto de la alergia, pero Euwe le perdonaba porque era un caballero y porque el gato demostraba un interés inusitado por el desarrollo de las piezas de ajedrez. El gato siempre se olía la mejor jugada.
Alekhine fue campeón del mundo durante casi dos décadas, entre 1.921, cuando derrotó al campeón cubano Capablanca y el año 1.946, cuando murió. Entre medio, un paréntesis breve de dos años en el que Euwe, pese al gato, consiguió el campeonato del mundo. Alekhine había jugado varias partidas en la Alemania nacionalsocialista, había escrito algo sobre la influencia semítica y perniciosa en el ajedrez, sobre sus tendencias defensivas; así que los vencedores británicos (quien paga manda), terminada la contienda no le invitaron a disputar el campeonato del mundo. Había cinco ajedrecistas, pero él no estaba. Alekhine, que pasó sus últimos años entre España y Portugal, recibe la carta del ajedrecista ruso Mijaíl Botvínnik, que había sido el mejor de los cinco y era el campeón oficial. Botvínnik le dice que aún le considera como el mejor del mundo; y le reta a comprobarlo en la misma Rusia. Alekhine no había vuelto nunca a su país... Alekhine se prepara, se ilusiona, pero no llega. Muere como campeón de ajedrez en la habitación de un hotel de Estoril. Muere como un campeón. Muere o vive para la eternidad del ajedrez.