La madre de Bobby Fischer, Regina, estaba preocupada. Desde que la hermana mayor, Joan, había comprado a su hermano menor, Bobby, un tablero de ajedrez en la tienda de debajo de casa, el chico no había dejado de obsesionarse con el tablero y las figuritas. Cuando le preguntaban, el chico no contestaba. Iba de un libro de ajedrez a otro, pasando la mirada por encima del tablero; nunca por encima del interlocutor o interpelador. La madre de Bobby había consultado a un psicólogo. Hay peores obsesiones, dijo el doctorado. Así que Regina empezó a relajarse.
Los chicos se entretenían con el juego durante la ausencia de la madre. Cuando la madre volvía, la hermana dejaba de jugar. No se sabe si por hacer caso a la madre recién llegada, o porque ya estaba harta de perder contra su hermano, tres años menor que ella.
La madre y la hermana se admiraron del talento del chico. Regina escribió a la revista The Eagle en busca de nuevo consejo. Dónde podía apuntar al chico para que pudiera jugar con alguien más, siempre solo o destrozando a su hermana en las partidas; eso no podía ser bueno. Había un club de ajedrez en Brooklyn con un presidente, Carmine Negro, que después de ver la evoluciones del portento sobre el tablero se encargaría de su formación.
Bobby Fischer iba y venía con su desgastada camisa de cuadros al club de ajedrez. Sus pantalones grises. Bobby había hecho un amigo de edad parecida, cosa extraña e inaudita, la madre estaba sorprendida e incluso contenta. Iban o venían, Bobby y su amigo, al club de ajedrez; hablando continuamente del deporte ciencia. Si el amigo se desviaba del tema, quizás por error o descuido, Bobby sacaba un pequeño tablero de ajedrez y seguía con sus composiciones particulares.
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