Bobby Fischer tuvo una compañera de colegio llamada Barbra Streisand. Años después, ella declararía haber sido una buena amiga de Bobby durante esos años escolares. Cuando se lo preguntaron a él, dijo: "Ni siquiera la recuerdo". Bobby se había olvidado de la nariz de Barbra y de toda ella. Bobby pasó solitario e individualísimo por encima de los años escolares. Sólo tenía ojos para las bellas piezas de ajedrez. Las rubias y las morenas.
Bobby empezaba a participar en torneos y a ganarlos. Era un adolescente prodigio que derribaba con su lanza a los veteranísimos del tablero. Los retiraba a todos, los dejaba en un mar de torres derruidas, los envolvía en una maraña o línea insuperable de peones, les clavaba el alfil negro o el blanco en el corazón. Les hacía una imprevista combinación de piezas, sacrificando inicialmente una pieza menor suya en el altar azteca donde siempre acababan los incrédulos de la religión del Gran Escaque. El rey enemigo aparecería degollado en una esquina oscura del tablero.
Bobby preveía con facilidad los siguientes mejores movimientos de la partida. Tenía esa inteligencia olfativa. Preveía los movimientos antes de que alguna de las manos del rival empezara a desarrollarlos por sí misma. Bobby plantaba el árbol de decisiones en su cabeza y empezaba a moverse por todas las ramas para comprobar cuál era la más sólida. Bobby preveía, con varios movimientos de anticipación, por cuáles de las 64 celdas del tablero iba a desarrollarse el futuro. Bobby forjaba el destino tomando las mejores decisiones. El destino no era nada más que eso: el conjunto o sucesión de las mejores decisiones. ¿Cómo mover las piezas o los hilos del futuro? ¿Cómo hacerlo en una partida en la que el rival se creyera libre y seguro? Libre para equivocarse y para perder. No había libertad en la victoria.